El viento que sopla afuera anuncia el fin del mundo. Suelo pensar esto cuando las ventanas devuelven esa suerte de acople unplugged que casi invariablemente me hace saltar la térmica. Más cuando el viento tiene un calor dulzón que viene del norte, que queda justo enfrente de mi casa, como mi panza de su cintura.
Hoy el viento no es ni dulzón ni nada que se le parezca: tan torpe y helado es el hijo de puta que no derrite las paredes, las –literalmente- escarcha.
Y ayuda y mucho lo que termino de leer. Es un libro de ensayos de un escritor argentino, o boedino. Digo que es de ensayos porque lo dicta el título: Ensayos Bonsái, de Fabián Casas. Antes había pasado por Ocio y Los veteranos del pánico, que devoré entre la cena y la llegada del sueño, cuando apago el velador –soy un durmiente prolijo.
Pero hay, hoy, ahora, un antes y un después de los bonsái –Casas sigue escribiendo como Casas-: el libro trae consigo una foto del autor, a quien ahora conozco. Casas es un morocho que acusa un lomo grandote fuera del plano, que porta un gorro de lana y un collar pasados de moda, serio, con labios anchos como avenida; un collage entre actor de tumberos, mario baracus y la mona gimenez. Ver a Casas afirma una intuición, que ahora la imagen y no sólo la pluma empujan: cualquiera puede escribir –gracias, decadentes. No se qué mierda poner de la pluma de Casas –su texto son textos sobre otros escritores (ex profeso) – que no suene a cliché, pero soy una víctima: me produce una especie de adicción incontrolable que, luego de esa foto de mierda, ahora vuelve como vómito acá. Síntoma, enfermedad, secuela. Casas me devolvió la chispa de escribir algo. Y como en este blog venía haciendo anotaciones sobre música, eso haré.
Gracias, Casas.
Rockeros: léanlo.
> chequiráut